Nos falta una palabra para quienes no creemos en dios y tampoco andamos con ganas de gastar energías en negar su existencia pero que de a ratos, bajo estímulos muy concretos, experimentamos pequeños raptos de divinidad. No, no me refiero a esos pedidos desesperados de que suceda lo imposible -o lo que en esos momentos nos parece imposible-, sino a otra cosa.
Cuando miramos una pintura. En algún punto en la lectura de un libro. El tiempo deja de existir porque nosotros somos el tiempo. Si ese dios (que no existe) nos tuviera que explicar qué es la eternidad creo que nos diría eso. Nos llevaría a un museo, nos pararía frente a un cuadro, miraría nuestras pupilas y esperaría ese momento en que todo llega simultáneamente: la historia que se narra delante nuestro, la nuestra propia, lo que conocemos, lo que no sabíamos que conocíamos, lo que estaba oculto. Y diría “eso es la eternidad”.
Y ahora llega ese momento del mail en que tengo que conectar lo que vengo escribiendo con el libro del que quiero hablar y veo que me metí en un problema.
O quizás no.
En El nervio óptico María Gainza logra que veamos, a través de palabras, las pinturas de Dreux, de Cándido López, de Fujita, de Toulouse-Lautrec, entre otros. Cuenta episodios de la vida de los pintores y lo mezcla con historias íntimas suyas. Lo hace en once capítulos que no sabemos si forman una novela o si son cuentos. Si narran su propia vida o está contando la nuestra.
También podría haberme ahorrado toda esta introducción y poner directamente este fragmento del capítulo sobre Rothko:
Olvidaba que los elementos más poderosos de una obra con frecuencia son sus silencios […] Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente. Frente a un Rothko, una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es «puta madre».
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